Memorias de La Pradera. (Parte 8: Los Autos)

El mundo de La Pradera se circunscribía a los linderos que enmarcaba el muro perimetral de las residencias. Ese muro que se extiende desde la Calle 1, pasando frente a la Intercomunal (hoy Av. Teherán), hasta la Calle 22 — haciendo el recorrido de Este a Oeste, de Prado “D” a Prado “A” — confinó en gran medida muchos de los recuerdos que habitan en nuestras memorias.

Esto hasta cierto momento. Cuando ya nuestra edad permitía movilizarnos por lugares más allá del estacionamiento y empezábamos a rozar la mayoría de edad, surgieron los autos. Para los varones los autos siempre son un tema importante.

Los Autos.

No fue solo desde el momento que lo permitía la ley que existía la inquietud de manejar en muchos de nosotros. Por supuesto que ya a los 14 — cuidado si antes — todos queríamos ponernos al frente de un volante. Los que teníamos padres sin automóvil la teníamos mucho más difícil, ya que no contábamos ni siquiera con la posibilidad de moverlo “un poquito” con la manida excusa de lavarlo.

El famoso escarabajo verde esmeralda de Mery (QEPD) — madre de Eleazar — fue uno de los primeros que fueron lavados frecuentemente, aunque debo decir que no tengo la percepción que el Pollo se aprovechara de ello para manejarlo sin permiso. En eso tengo la idea que fue muy respetuoso para los estándares del momento. Muy juicioso.

No se puede decir lo mismo de Boluta, por ejemplo.  Aparentemente su padre — que era militar — madrugaba, por lo que dormía relativamente temprano. David esperaba la ocasión y entonces dábamos vueltas por Montalbán en el flamante Ford LTD Landau. El juicio no era la mayor virtud de Boluta. Recuerdo una oportunidad en que casi pierde el control por estar de payaso al volante, en plena avenida.

Pero sin duda el caso más atrevido de autos ruleteados sin que su dueño lo supiera se lo acredita Tatú. Arturo — alias Tatú gracias a su parecido al enano de la Isla de la Fantasía — era un niño de unos 10 u 11 años (no recuerdo con precisión) que vivía en el Padro “B”, y tal como David, esperaba a que su padre se durmiera o descuidara, para bajar con la llave de la tremenda camioneta Jeep Wagoneer del año, para que alguno de nosotros lo sacara a pasear. Él era menor de edad y nosotros… también.

En retrospectiva esto es una tremenda irresponsabilidad y un atrevimiento mayúsculo, pero entonces era toda una aventura de la que participamos varios como conductores designados. Vicente, David, Julio y mi persona hicimos nuestras primeras prácticas de manejo gracias a Tatú y su falta de respeto. Todavía recuerdo el placer de conducir esa camioneta aún con aroma a nuevo y la suavidad de la dirección hidráulica, que era todo un lujo entonces.

Todas estas tentativas eran furtivas y se limitaban a dar algunas vueltas por la urbanización. Normalmente no tomaba más de una hora para regresar y constatar que nada se había descubierto, dejar la llave nuevamente donde estaba y pretender que no había pasado nada.

Pero poco después — ya llegando a los 16 — empezamos a disfrutar de viajes más allá de nuestra burbuja porque ya algunos podían manejar legalmente con un permiso de los padres. Así fue como Pancho tomo control del “Catanare” que por un tiempo se convirtió en la unidad móvil por excelencia. Una camioneta ranchera Dodge Desoto de 1956 que Pancho se encargó de “tunearla” poco a poco y volverla famosa en los alrededores, debido a su bizarra presencia.

Todavía recuerdo la sensación de libertad que experimenté mientras recorriamos la autopista Francisco Fajardo en dirección a Plaza Las Américas en el Cafetal — no recuerdo a qué y con quiénes —  sentado en la parte trasera viendo por la ventana y entendiendo la ventaja de tener un vehículo. No sería la primera vez que lo hacía, pero debió ser la primera vez que estaba por mi cuenta.

Luego vino la emancipación del Verdugo. El Maverick verde aceituna de Amelia fue expropiado por cuenta gotas hasta convertirse en el “Verdugomobil”. Primero los cauchos, la suspensión, la pintura, el volante y por supuesto el equipo de sonido. La plancha “quita y pon” para el KP9000 y la planta debajo del asiento eran una prioridad. La colección completa de Miguel, perfectamente regrabadas en casettes TDK de metal, se dejaba escuchar a su paso.

Aún recuerdo cuando fuimos hasta Los Teques para sacar la licencia de manejo — de aquí se deduce que Julio tenía rato manejando sin ella — amparados en los favores del Jefe de la inspectoría de tránsito de esa ciudad, nuestro vecino del primer piso: Tarre Murci. Hasta allá fuimos una mañana raudos y veloces en este bólido Vicente, Julio y mi persona, para obtener en poco menos de media hora nuestra flamante licencia.

No hizo falta prueba práctica, solo una simulación de examen teórico fue suficiente dado el cargo del susodicho. De hecho salimos de allí con más de una licencia porque algunas fotografías no nos gustaron. De regreso disfrutamos del viaje con la tranquilidad de estar “legales”. Quizá por ello al Verdugo se le ocurrió someter a prueba el agarre de los protuberantes cauchos en las famosas curvas de la Carretera Panamericana — aún sin separadores de vías — la cual recorrimos en pocos minutos y con la adrenalina estimulada por la velocidad.

También recuerdo especialmente cuando el papá de Lilito compró el Renault 30. Ya a él le permitían manejar y como la humildad no era su mayor virtud, enseguida nos montó en él para alardear. Y la verdad es que tenía con qué hacerlo. Ese carro era como un avión privado. El habitáculo tenía una amplitud y un confort fuera de serie y por supuesto que el hecho de ser un 0 kilómetros era ya un plus.

Tratándose de autos no puedo dejar de mencionar a Carlos Fontiveros — primo de los Creazzola — quien era un verdadero apasionado de los motores. Los demás querían lucirse en el carro. Carlos quería que su auto se luciera. Le metía a la mecánica y preparaba su Dodge Charger de 8 cilindros, como si fuera a competir en Indianapolis. El pique era su campo de juego.

En la calle detrás del Uslar — que entonces era mínimamente transitada — de vez en cuando le daba por dar “trompos” que todos celebrábamos ruidosamente afuera del vehículo o — entre temerosos y excitados — dentro de él. A Carlos se le podía ver a diario metido debajo del capó trabajando en el patio de su casa, muy cerca del corredor que lleva a la Codazzi.

Algún tiempo después fue Miguel quien se montó en su primer vehículo. Un Dodge Dart Coupé deportivo que también poco a poco fue poniendo a tono y que sería protagonista de lo que quizá fue la página más trágica que escribimos en La Pradera. Eran frecuentes las salidas al cine o a visitar algún centro comercial del momento, gracias a que ahora no dependíamos del transporte público.

Precisamente en una de estas salidas ocurre el accidente donde lamentablemente pierde la vida David. Una noche como cualquier otra Blackie, el gordo Carlos, Vicente y David, esperaban en el estacionamiento a Miguel para ir al cine. Finalmente bajó Miguel y al abrir los seguros del carro se armó una refriega por el honor más deseado de todo pasajero de aquel momento: ser el copiloto.

Siempre era así. Normalmente había que luchar por ubicarse en el asiento del copiloto y ese día no fue la excepción. Yo no fui testigo pero se supo que la lucha fue durísima entre David, el gordo Carlos y Vicente. Al final la determinación de Boluta  — o su gran humanidad —  se impuso y el resto tuvo que resignarse a ocupar el humillante asiento trasero. A los pocos minutos — a la altura de Hornos de Cal — ocurrió la tragedia que le hubiera quitado la vida a cualquiera que ocupara esa butaca, porque fue donde se produjo el impacto.

Miguel también quedó muy mal herido y estuvo por un buen tiempo convaleciente. De hecho queda con una cicatriz impresionante en la cabeza como evidencia de la magnitud de lo acontecido. Milagrosamente el resto solo sufrió contusiones y daños menores para la dimensión del accidente. El carro quedó totalmente destruido, al punto que hubo que picar la carrocería para rescatarlos. David murió instantáneamente.

Esos días los recuerdo muy bien porque todos quedamos como en un limbo y ver las caras de los sobrevivientes nos daba una idea del horror vivido. Marcas de vidrios y moretones tremendos lo confirmaban. Por un buen tiempo este hecho enlutó todas las travesuras en La Pradera y también fue motivo de rencillas — no era para menos — que enemistaron por un tiempo a los miembros de las familias Creazzola y Hernández.

Así como el Verdugomobil y el Catanare se convirtieron en íconos de La Pradera, también el Corcel azul celeste del Apto.42 del Prado “C”, definitivamente dejó su huella en la historia praderil. Considerando el peso que tuvo que soportar por tan prolongado periodo de tiempo, podemos decir que el “Lipamobil” fue el vehículo más fiel de toda La Pradera.

También recuerdo el Opel azul de Gregorio que lo mimaba tanto o más que sus músculos o su bigote y que no hay que negar que logró tenerlo impecable.

Yo particularmente monté en mi primer vehículo en 1982. Un Hornet blanco que adquirí a crédito en Automotores Montalbán, que Tomás — un hábil vendedor de larga melena — me hizo ver como la oportunidad de mi vida. Y lo fue.

Con solo Bs.5.000 de inicial y 12 giros de Bs.500 cerré el trato. Los Bs. 2.000 que me faltaban me los prestó mi tio Luis Beltrán, a quien le pude cancelar poco después. Ese Hornet de 1974 fue mi primera experiencia como propietario y lo compartía con Wimayra, que ya era mi novia entonces. Lo usábamos para cubrir la larga ruta hasta la Universidad Simón Bolívar en Sartenejas o hacia el kilómetro 8 de la Carretera Panamericana donde está ubicado el IUT-RC.

La verdad es que como todo carro usado seguramente se accidentó y provocó inconvenientes más de una vez, pero en general recuerdo que fue de gran ayuda tenerlo, es decir que el balance fue totalmente positivo.

El anécdota que termina con la historia del Hornet es casi surrealista y merece las últimas líneas de este capítulo. Y es que bajo un torrencial aguacero yo intentaba dejar a Ramón Valles  — compañero de trabajo en Auto Agro — lo más cerca de la acera contigua al otrora Centro Comercial Cada, en la entrada a La Vega. La idea era que se mojara lo menos posible mientras corría al Centro Comercial.

Lo que nunca pudimos imaginar era que justamente allí había un hueco enorme que por supuesto al estar totalmente inundado, no advertimos. Lo siguiente que supimos, después de sentir el estruendo que produjo el vehículo al aterrizar enteramente dentro de lo que era casi una cueva, es que teníamos el pavimento a la altura de nuestras ventanillas. La trompa del carro se enterró por completo dejando el eje trasero suspendido en el aire, producto del ángulo de 45 grados que dibujaba el Hornet con respecto al nivel de la calle.

Tuvimos que salir con mucha dificultad por las ventanas aún sin poder creer lo que pasaba. El carro se inundó y sufrió por el golpe. Al día siguiente fue cuando pude rescatarlo con una grúa, que lo estacionó al frente de la entrada de Prado “C” por la avenida principal. El tren delantero tenía daños y la caja también empezó a fallar. Era tal el problema que cuando Vitelli me ofreció Bs. 2.000, le quedé profundamente agradecido.

(Continuará…)

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3 thoughts on “Memorias de La Pradera. (Parte 8: Los Autos)

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  1. Luis si no recuerdas mi primer carro fue un Hillmman Hunter azul que me regaló mi papá en lo que cumplí los 18 el cual me lo robaron del estacionamiento un 31 de diciembre y lo encontramos por la Hacienda Montalbán desvalijado pero yo antes de eso usaba el Maverick o el carro de papá que era un Monte Carlos

  2. Luis muy interesantes tus artículos, se te olvidó mencionar mi prqueño chevette azul con cauchos Goodrich 8 pulgadas, al igual que el chevete de Duilio que junto al Maverick de Julio y una ranchera que tenía Miguel

  3. Imperdonable no haber mencionado el carro del Avispón Verde que usaron por muchos años los hermanos Prado, Oswaldo y Orlando (QEPD), los llamados “Polivoces”.

    También recuerdo el FIAT con la curvada palanca de cambios incorporada en el tablero, en el que me parece que aprendió a manejar nuestro querido Gordo Carlos.

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